domingo, 19 de abril de 2009

Roberto Garcia

Tal vez la desbordante y diaria inventiva que aplica Néstor Kirchner para lucubrar embelecos en los futuros comicios, medios cuestionables y poco edificantes para una fe democrática, le impidan descubrir el eclipse al que será sometido su altar político desde la madrugada del próximo 28 de junio. Bondadoso, el cronista. Quien adelantó octubre a junio en votos sabe que la oscuridad, entonces, hubiera sido total; quien utiliza a gobernadores, intendentes y funcionarios como escudos humanos no ignora que sin este auxilio de cultura oriental jamás habría, en términos políticos, un día siguiente. Inclusive, aun con asistencias indeseadas –e indeseables–, con una ingeniería electoral digna de mejor propósito, para esa jornada se le reserva al autor una desagradable información: se consagrará el fin del monotrolio del santacruceño. Es decir, si hasta ahora era un dios supremo entre dioses minúsculos (ya que nunca alcanzó el monoteísmo político, la existencia de un solo Dios, su verdadero objetivo), aquellas deidades menores casi ignoradas durante un lustro comenzarán a imponerle condiciones de vida, le amputarán territorios y privilegios, finalmente habrán de establecerle plazos fijos para su propia vigencia (y la de su esposa). Los cuzquitos que nunca consideró, a los que podía alquilar o comprar, de los que aún pretende servirse, esos que merodeaban la trastienda en busca de algún desecho, ahora le husmean y mordisquean su carne en la parrilla como reza el refranero gauchesco. De la decadencia a la caída, sin cumplir la mitad siquiera del sueño dinástico de los 20 años en el poder (cuatro de él, ocho de su esposa, otros ocho posteriores de su coleto), algo así como la modesta y fallida década que había diseñado para sí en el trono, desde la fuerza militar, Juan Carlos Ongania, con el argumento de que pretendía cambiar la Argentina. De que había instalado un “modelo” al cual se debía preservar. Aún con 70 días por delante frente a lo ineluctable, la pregunta en la intimidad de Olivos es la siguiente: “¿Qué nos pasó?”.
Una manta chica
Basta aludir a Carlos Reutemann como ejemplo de la venidera y obligada poda a sufrir por el oficialismo. Quien supo ser hasta hace poco –y lo escribió– admirador político de Cristina de Kirchner, quizás no tanto del esposo, en Santa Fe, el decepcionado senador no sólo derrotará –probablemente-– al dominante socialismo que gobierna la provincia, también destruirá al kirchnerismo en las urnas reduciéndolo a un escuálido porcentaje de votos. Y, como derivación de ese doble mérito electoral, emergerá Reutemann como el hombre a tomar en cuenta para destinos presidenciales. Con fecha cierta de 2011, por lo menos. Este fenómeno de progresiva desaparición con vida del kirchnerismo no sólo se remite al distrito santafecino: sin un personalismo complementario, en Córdoba se propaga el mismo virus y allí los seguidores de la Casa Rosada parecen condenados a alojarse en el fondo de la olla sin alcanzar quizás dos dígitos para el recuento. Por no hablar de la Capital Federal, otro distrito clave no sólo por la densidad poblacional, donde en cinco años Kirchner ni siquiera ha sido capaz de forjar un candidato, un partido o un sello de goma. El mapa del país, salvo excepciones, tiende a asimilarse en una conducta semejante. Aun con la presdigitación y los trucos impuestos para votar ese día, inclusive hasta con un voto favorable en la decisiva provincia de Buenos Aires, la manta se vuelve chica para cubrir el fin de un ciclo que amenazaba ser más inextinguible que el de Onganía. ¿Qué hizo Kirchner entonces para merecer tamaño deterioro? ¿Cuál ha sido el origen del mal que lo conduce a un triste desenlace? ¿Cómo un hombre que se vanagloria como doctorado en el poder, sin universitarios siquiera enfrente, se escurre como el agua hacia el vertedero? Son muchas las explicaciones, algunas se han transitado en exceso. Sobre él llueven los cargos, casi nadie sin embargo se interrogó por la responsabilidad compartida que anida en su misma casa para semejante aterrizaje forzoso. ¿O sólo a él le cabe la titularidad del agente tóxico?, aunque esa degradación violenta la asuma por razones de caballerosidad marital y ese protagonismo soberbio que lo acompaña desde que una madre inflexible le endilgó favores que le negaba a su hermana.
Lo cierto es que algunos –ingenieros, para colmo– le revisan el armario para probarse ese mínimo guardarropa que alberga trajes cruzados, camisas blancas, corbatas celestes, ya que el mendocino jamás se atreverá con el más atractivo vestuario de la esposa. Aunque, claro, su misión en los papeles es reemplazarla a ella. Una afrenta, sin duda, pero más que verosímil si la liquidación electoral del 28 no garantiza un fondo suficiente para sobrevivir. El peor de los escenarios, ya que Kirchner no dedicó su vida para legarle el bastón a ese personaje que detesta; hasta suena mejor en sus oídos que el otro parta en el mismo tren de la familia y habilite una elección general que luego lo tenga como uno de los competidores en el año de la catástrofe. Alternativas poco gratificantes en ese universo deprimido de Olivos en el que se habla del fin del mundo con la misma fruición con que hoy se analizan las encuestas bonaerenses, esa tierra que el 28 determinará el pasaporte al olvido o la dolorosa continuidad temporal hacia el The End que culmina en toda película. De ahí que se aluda a la pérdida de gobernabilidad con el desparpajo de Daniel Scioli, se piense en la seguridad personal para el futuro o algún acólito intimide –como si alguien le importara– que “si perdemos, nos vamos”. En rigor, lo que dijo fue: “Si perdemos, incendiamos todo”. Como si fuera un frustrado general alemán a la hora de abandonar París.
Pero, antes de esos presuntos epílogos tan en boga, hay que volver al interrogante del principio que en ocasiones asuela en Olivos. ¿Qué nos pasó? Algunos ensayan desde la crítica, como causa del derrumbe ante un vasto y creciente sector de la sociedad, la falta de formas o las burlas a ellas, el atrevido estilo, una arbitrariedad constante, la intimidación y el agravio a quienes piensan diferente, el desprecio a los otros, cierto mesianismo insular y, por supuesto, la mala educación: si se quiere, formalidades; odiosas, abusivas, pero formalidades al fin. Más de fondo, en cambio, aparece como explicación del desvarío la nula voluntad por aclarar penosos enigmas sobre malversaciones u oscuras venalidades, desde el inicio con el destino de los fondos de Santa Cruz, a la posterior constitución del patrimonio de la pareja, los fideicomisos sospechados, la alegre concesión de subsidios o de obras a empresas determinadas, el fulminante despegue económico de esas mismas empresas, las licitaciones teledirigidas, episodios difusamente aclarados como el de Skanska, los sospechados viajes de funcionarios a Venezuela como si fueran un premio al buen comportamiento –para no complicarse con las devoluciones en contantes billetes desde Caracas por esos mismos viajes--, el affaire Greco o las curiosas bolsas con dinero encontradas en el baño de una ministra, a quien se protegió con el descaro de que Santa Claus premia divinamente y sin la justificación de la AFIP a los creyentes. Amplia la lista, casi infinita como Infinity, en una administración parida como espejo contrario a las desprolijidades de ciertos antecesores. También, a modo de explicación por el naufragio, el apartamiento deliberado de temas sensibles y cruciales como la inseguridad, en los cuales -–se creía– preocupaba nada más que a los ricos. Todo un proceso, entonces, que se ocultaba innoblemente tras el estandarte de la reivindicación por derechos humanos perdidos en otros tiempos. No podía durar, ahora se reconoce.
El síndrome del gordo
Pero se ganó, Cristina llegó a la Rosada a pesar de ese goteo poco prestigioso, junto a dislates institucionales que hasta se convirtieron en política: por ejemplo, el establecimiento de falsas estadísticas, como si un gordo se engañara con una balanza que él mismo corrige. Para unos ojos, ese curso nefasto fue una de las razones del descrédito que ahora comienza a pagar el kirchnerismo. Otros, sin negar esa realidad, convierten a la interminable batalla con el agro en el fundamento del declive oficialista, la pugna en la que se anotaron otros argentinos, con intereses encontrados inclusive y actividades opuestas, pero que se inscribieron en el enfrentamiento como pretexto para expresar su disgusto con el Gobierno. No sólo hubo, dicen, plata en juego. Ni falló la comunicación oficial –como gustan justificarse los kirchneristas– para explicar la endeblez de sus actos, aunque jamás hayan intentado comunicar algo. Bajo el calmo ruido del mar, se agitaba una tormenta subterránea de protestas múltiples, del mismo modo que debajo de las marchas de Blumberg se estremecía el gentío por la desidia gubernamental de no ver –o de no querer ver– el drama de la vida cotidiana acechada por el crimen y del robo. El episodio del campo, menos grave quizás que la otra lista de desaciertos, por llamarlos de algún modo, produjo un hecho irreparable en la infalibilidad del kirchnerismo: fue derrotado, su mandíbula era débil, se destrozó la fama de imbatible que presumía el peso pesado del barrio.
Entre esos dos capítulos explicativos, desde la herencia del hombre a la falla de la mujer para conducir un conflicto, hubo otro no escrito pero evidente: la rajadura por donde entró la humedad que hoy se ha hecho crónica. Una cuestión de libros, elemental, como la anécdota de Perón cuando se enteró, en Madrid, de que habían frustrado un conato de rebelión contra la hegemonía de Lanusse en lo que se denominó la asonada de Azul y Olavarría. Si bien entonces perdieron aquellos militares que parecían afines con el ideario peronista –por exudar cierto nacionalismo–, el general desde Puerta de Hierro se alegró ante el estupor de sus amigos. “Hemos ganado igual –dijo–, ya que el régimen demostró que está herido por dentro.” Se amparaba en su educación castrense, en el conocimiento de las formaciones tortuga que innovaron técnicas militares y les permitieron a los ejércitos romanos invadir parte del mundo (un cuadrado de hombres protegidos en todos sus flancos por escudos), entendiendo que si algunos soldados se desprendían del interior de ese cuadrilátero invencible, éste perdía todo su sentido bélico ya que, como dice la canción comunista (contra los trotskistas), “puede más un traidor que mil valientes”. Y, en el caso de los Kirchner, la crisis de su formación tortuga comenzó con el eslogan de campaña de Cristina sobre “la necesidad del cambio”, una contradicción en sí misma cuando se trataba de una continuidad.
La reacción
Esa frase representaba un pensamiento liderado por el jefe de Gabinete Alberto Fernández con la complacencia de la futura jefa de Estado. Se pretendía –juraban– adecentar la administración que iban a recibir, desplazar funcionarios cuestionables (Julio De Vido, Ricado Jaime, para señalar algunos), levantaban la necesidad de una mejora institucional planteando un condicionamiento ético hacia el futuro con el cual habían convivido en el pasado. Buena parte de la prensa acompañó esa propuesta y Néstor Kirchner parecía dormido frente a los acontecimientos. Empezó a reaccionar cuando se alcanzó el extremo de que se hiciera decir que el intrépido Fernández no continuaría en funciones si persistían como ministros determinados personajes. Y en ese ínterin hasta propició la llegada –entre otros– de los transparentes Lousteau a Economía y Ocaña a Salud. Uno, después, diseñó el enredo fenomenal de la fracasada 125 y la otra se dedicó a poner en la pica la administración de su predecesor, Ginés González (cabe la pregunta: con este médico menos transparente que la no médica Ocaña, ¿hubiera habido epidemia de dengue en el país?). También el régimen, entonces, estaba herido por dentro a pesar del aparente unicato. Luego de un fin de semana memorable y estrepitoso en el sur, Néstor abortó el operativo de la dupla Fernández-Fernández, quienes, no curiosamente, se conocieron antes que Néstor por primera vez le diera la mano a Alberto. Mantuvo a sus hombres, objetados o no; hipocresías aparte, Fernández siguió como jefe de Gabinete y todos se acomodaron como una tradicional familia italiana. Después, claro, se sucedieron las malas nuevas: empezó Cristina con la dilapidación de la herencia recibida, deficitaria pero triunfadora, del ominoso caso Antonini Wilson (confirmación de que traía dinero para la campaña de Cristina) a la absurda confrontación con el campo, y las estrellas que antes se conjuraban por el éxito de Néstor de pronto dejaron de mirar a la Argentina: la humedad y los hongos se habían diseminado ya en las paredes.
No es la única explicación sobre la grieta y el deterioro, sin duda, pero algún crédito merece esta interpretación: en las encuestas del segundo cordón bonaerense –los más pobres, los más indigentes–, en los sectores que a duras penas pueden salvar al kirchnerismo de la debacle electoral, se reconoce que la gente apoya a Néstor y niega a Cristina. Lamentablemente, no lo justifican, apenas lo expresan.
Hubo más de un propósito con la estatización de las AFJP: el menos conocido pero tal vez más buscado resultó la colocación de directores y síndicos en aquellas empresas en las que habían invertido los responsables de la jubilación privada. Aparte de la utilización de los fondos por parte de la ANSES –sin duda, para proteger a los jubilados–, ahora en catarata se abalanzan hombres cercanos al Gobierno para integrar directorios. Una discreta forma de la burguesía oficial para hacer política, cobrar un sueldo y observar contabilidad y movimientos del sector empresario. Ninguno representa a los jubilados, por supuesto. La maniobra, controvertida –dicen que el reglamento de la ANSES no habilita para esa interferencia–, entró en su semana de apogeo, en algunos casos con enfrentamientos, en otros con negociaciones; finalmente hubo quienes abrieron las puertas y ni siquiera preguntaron la identidad de los que entraban. El grupo Techint (Siderar) dio batalla, logró que le designaran un delegado ideal, el economista Aldo Ferrer, quien desde 80 años debe soñar con integrar ese directorio. En Metrogas también habrá novedades, conversadas, se supone que habrá aportes de personal directivo en los bancos y hasta en YPF, aquejada por la crítica situación de Repsol, una empresa que no se imaginaba que podía necesitar más delegados estatales.
Techint reaccionó
Por primera vez, ante este avance, las distintas cámaras han coincidido en comenzar a defenderse bajo cierta unificación jurídica. Parece algo tarde, pero existen otros temores. En el caso de Techint, por ejemplo, pelearon para instalar un representante que les gustara a pesar de que el Gobierno, a través de Julio De Vido –como enviado de Néstor Kirchner– le avisó a la familia Rocca que si persistían ciertas decisiones empresarias (despido de personal), hasta podrían nacionalizar la empresa. Como hizo Hugo Chávez, ejemplificaron el mensaje, con el mismo grupo en Venezuela (en verdad, ese tipo de intimidación también se ha extendido a otros rubros y compañías, bancos por ejemplo). Nadie sabe si se contempló esta posibilidad ciertamente, pero Paolo Rocca –un hombre con escaso humor, como es tradición en la familia– sí debió evaluarla: más, tanto él como el resto de los empresarios imaginan que “la consolidación del modelo” (si les va bien a los Kirchner en las elecciones) bien podría derivar en este tipo de medidas extremas por los faltantes de caja.
Como se sabe, el cardenal Jorge Bergoglio viajó a Roma para un encuentro de obispos y las máximas autoridades de El Vaticano. Hecho frecuente, común, de la alta jerarquía católica. Sin embargo, Bergoglio tuvo sus dificultades, al menos ciertos comentarios le amargaron la residencia vaticana. Es que proliferaron versiones –con epicentro en la embajada kirchnerista en la Santa Sede– sobre la naturaleza del viaje de Bergoglio, no referidas en exclusividad a temas de la Iglesia, sino vinculadas a críticas sobre el gobierno argentino. Para el cardenal, el operativo proviene de quienes le controlan vida, salud, encuentros y conversaciones, se siente ignominiosamente herido y no puede creer que funcionarios de la administración de una devota como Cristina se dediquen a esos menesteres. Por suerte es católico y pone la otra mejilla.
Desde la CGT, al margen de los “aumentos Obama” (en negro, como suelen coincidir en la expresión sindicalistas y empresarios), se considera que el porcentaje a cerrar con el sector privado rondará entre el l5 y el 20% de incremento. Al menos, para titular los diarios. Al Gobierno le importa poco ese aumento, sí –en cambio– la paritaria que se lleva a cabo con los empleados estatales: sus datos económicos entienden que una retribución superior al l0% hará volar el presupuesto, colapsar la economía. Este es un intríngulis clave para antes de las elecciones. Y también para después. ( Perfil )

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