lunes, 6 de julio de 2009

CARLOS SALVADOR LA ROSA

MENDOZA (Los Andes). Previo a los comicios, veníamos sosteniendo dos ideas complementarias: la primera, que el combate material se libraría en la provincia de Buenos Aires y que el combate simbólico acontecería en la provincia de Mendoza.
La segunda, que los únicos dos políticos poskirchneristas surgidos hasta ahora son Julio Cobos y Francisco de Narváez, no tanto porque ellos se lo hayan propuesto así sino porque Néstor Kirchner los hizo nacer, los dio a luz en una analogía casi perfecta con el mito del Doctor Frankenstein, quien trajo a la vida una criatura que no se asemejaba en nada a lo que él soñó crear, pero que igual nació y terminó siendo la causa final de su desgracia.
El domingo estos presagios se confirmaron: en todos los distritos del país donde se debatían candidaturas nacionales, hubo dobles o triples empates. Menos en Mendoza, donde el triunfo de Cobos fue contundente.
Y tampoco en Buenos Aires, donde los dos puntos de ventaja que De Narváez le sacó a Kirchner, al gobierno nacional y al aparato peronista del conurbano sumados, fue también contundente, por la desproporción absoluta de recursos. Como en una historieta de Walt Disney, De Narváez y su herencia de Casa Tía destrozaron a quien se candidateó con los recursos enteros de la Nación.
Cobos y De Narváez ganaron contra el mal padre y contra los suyos propios. Cobos es un seguidor intuitivo del clima de los tiempos desde ese fatídico voto que le propinó a Kirchner la primera derrota de su vida. De Narváez es un seguidor de los métodos de Cobos, que tradujo en lenguaje marketinero las tendencias que el Cleto intuyó en la gente y a las que hace un año se esfuerza, más que en representar, en seguir literalmente.
Lo que el viento se llevó. Si cuando los vientos históricos cambiaron su rumbo Néstor Kirchner los hubiera al menos comprendido -sin necesidad de hacer seguidismo ni de negar sus convicciones- e incorporado las nuevas demandas políticas de la sociedad (ninguna de ellas necesariamente contradictorias con lo que él venía haciendo), nada de lo que aconteció en estas elecciones habría ocurrido igual.
Cuando Kirchner se sintió negado por la realidad, cometió el único error que ningún peronista debería cometer (Perón siempre tuvo a “la única verdad es la realidad” como precepto de su accionar): intentar vencer a la realidad. Y para eso decidió crear artificialmente una situación de enfrentamiento entre los argentinos, una supuesta división en dos del cuerpo social, que quizá exista en Venezuela pero que en la Argentina no existe desde el renacer democrático de 1983.
Antes de la aparición del Cobos superstar del no positivo, fue la gente quien reaccionó indignada contra esa pretensión divisionista. A la gran mayoría no le molestaban los contenidos ideológicos que Kirchner imponía a su forma de gobernar (por el contrario, en las encuestas había más simpatías por las posiciones estatistas que por las privatistas, algo que aún hoy no cambió).
Tampoco su estilo confrontativo y polémico era despreciado por la sociedad (más bien se lo veía como el justo reto de un hombre de pocas pulgas que había recuperado el orden, subordinando a los gritos a una clase política a la cual el pueblo sigue sin amar).
En realidad, contra lo que los ciudadanos en inmensa mayoría se sublevaron fue contra ese deseo más o menos implícito de Néstor Kirchner por recrear de modos más o menos pacíficos la guerra civil entre los argentinos. Y además, en un momento en que no existía ninguna condición objetiva para ello, al revés de lo que ocurrió en casi todo el transcurrir de nuestra historia nacional.
Por eso (mucho más que por amor al campo y a sus reivindicaciones) es que en los iluminadores días de julio de 2008, la calle fue ganada por los opositores al gobierno, que derrotaron en una magnitud de tres o cuatro veces a los movilizados por el oficialismo. Algo inédito dentro de un gobierno peronista. La gente gritaba por la paz y los encuentros mínimos que suponía conquistas ya definitivas de la democracia, a pesar de los dramas que ella trajo consigo, en particular los terribles días de fines de 2001, cuando la anarquía estuvo a punto de quedarse con el país, pero finalmente fue vencida (aunque nunca se sabrá si del todo).
Los argentinos se indignaron contra la re-creación ficticia de odios que suponían -y suponían bien- que de revivir hasta les harían perder incluso las conquistas sumadas durante el propio kirchnerismo.
¡Con esas cosas no se juega!, clamaron millones al unísono, pero Kirchner decidió jugar con ellas para mantener un poder que precisamente comenzó a perder cuando en vez de intentar superarse a sí mismo, intentó infructuosamente consolidarse en un presente eterno apelando a un pasado pisado que intentó revivir. Como Frankenstein.
Un hombre como la gente. Al calor de esos climas de época, nació el nuevo Cobos, ese modesto gobernador de provincia y más modesto aún vicepresidente, quien fue gestado por la primera gran disidencia entre el líder y la gente. Fue parido no por un acto de amor sino de desilusión y bronca.
Él, hábilmente -por las razones que fuera- se ofreció como prenda de paz frente al señor de la guerra. Ante la indignación de éste y la sorpresa del resto de los políticos, que desde ese día jamás lo verían como uno de los suyos, sino sólo como un traidor a su clase, al cual instrumentar o despreciar.
¡Igual que lo que hicieron siempre los políticos con nosotros!, murmuró la gente, e inmediatamente adoptaron a Cobos como uno de los suyos, una virgen en el nido de víboras.
Cosa que si no era cierta fue tan ben trovata que en los meses posteriores Kirchner y sus obsecuentes se encargaron de convertirla en realidad, vía las insignificantes maldades con que buscaron sacárselo de encima (quitarle el saludo, un avioncito o los granaderos), con un estilo más parecido al del Capitán Garfio contra Peter Pan que al de malvados en serio.
Y con cada maldad de esas, a Cobos le bastaba con poner cara de víctima para sumar y sumar más prestigio.
Otro hombre como la gente. Así como Cobos fue la reacción espontánea con que se identificó la gente frente a un Kirchner que buscó partir en dos a un país no partido. De Narváez fue concebido por inseminación artificial en los laboratorios de los publicistas que cobraron fortunas por un solo spot, que consistió en cambiar el slogan delarruista de un hombre aburrido por el de un hombre como la gente. Reprodujeron en el laboratorio comercial lo que Cobos produjo en el Senado.
La habilidad política de De Narváez consistió en seguir al pie de la letra los consejos de sus asesores de imagen, a la vez que se negó sistemáticamente a escuchar a sus aliados políticos.
Exactamente lo mismo que venía haciendo Cobos y que multiplicó por mil para ganar su elección en Mendoza.
En efecto, si De Narváez hubiera peronizado su campaña como le proponía Solá, si hubiera sumado en sus listas a los impresentables que le proponía Duhalde para garantizarle una parte del aparato del conurbano, o si no hubiera contradicho al imprudente de Macri que en la última semana le regaló a Kirchner un debate entre privatismo y estatismo (aparte de las mil macanas que cometió en la campaña), pues bien... De Narváez hubiera perdido.
Por su parte, si Cobos se hubiera encerrado en la UCR como hizo Lilita Carrió, que volvió a su ex partido como una mamá que se proponía proteger a los bebés que alguna vez abandonó, o si hubiera nacionalizado su campaña, pues... aun habiendo ganado en Mendoza, la contundencia de su triunfo hubiera sido mucho menor.
Además, su encuentro con De Narváez fue un hecho clave, de una audacia insólita, que suplió simbólicamente lo que debieron haber hecho todos los opositores sumados: proponerle a los argentinos una unidad legislativa basada no en programas comunes ni alianzas imposibles, sino en cinco o seis grandes temas compartidos para la reconstrucción republicana.
No es casual que esa entrevista simbólica la hayan hecho justo Cobos y De Narváez, ante el odio -o al menos la incomprensión- de los suyos propios.
¿Qué queda luego de las elecciones? Un kirchnerismo en pleno naufragio que deberá cambiar mucho de rumbo para escaparle a los tiburones en acecho, sedientos por beber la sangre de las heridas que el propio Kirchner abrió sin necesidad alguna. Una serie de políticos prekirchneristas que quizá no quieran volver atrás pero que seguramente no tienen la menor idea de cómo ir hacia adelante.
Y dos políticos -sólo dos- poskirchneristas, que hablan como la gente (uno porque es así, el otro porque lo fabricaron así) y que por lo tanto expresan mejor que nadie las nuevas tendencias sociales, pero a la vez aparecen como los políticos menos capaces de trascender lo que expresan, de transformar los reclamos en políticas.
Cobos y De Narváez emergen como los dos únicos políticos nacidos al calor de los nuevos vientos de la historia (en contra de aquellos que los negaron y de aquellos que siguen sin comprenderlos), pero cuyo éxito primordial se debe a su escasa lógica política tradicional, por lo cual no existe partido que los contenga ni alianza que sean capaces de construir.
Hacen sólo lo que les viene en ganas (o lo que le viene en ganas a esa abstracción llamada gente), pero difícilmente estén capacitados para hacer lo que se debería hacer: cabalgar la evolución -al decir de Perón- como jinetes conduciendo el viento. Por el contrario, los dos -al menos hasta ahora- no se diferencian en nada del viento. Van hacia donde el viento va, pero no lo conducen ni parecen saber cómo hacerlo.
Por lo cual, el problema principal que tiene la Argentina poskirchnerista es que las cabalgaduras han quedado vacías.

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