jueves, 19 de marzo de 2009

Natalio Botana

La decisión del Gobierno de adelantar las elecciones previstas para el mes de octubre al domingo 28 de junio no es una medida excepcional. Es una decisión que forma parte de una serie de episodios en los que prevalece en los gobernantes la voluntad de poder o la sensación de que no cuentan ya con los recursos necesarios para seguir gobernando.
En un cuarto de siglo de democracia, esos momentos crepusculares forman una secuencia. Se podría aducir, entonces, que en el orden nacional y en las provincias, con el consenso o el disenso de la oposición, según cada caso, los adelantamientos y desdoblamientos de elecciones son parte de la normalidad. De este modo, aquello que debería ser excepcional se ha convertido en comportamiento rutinario. Con un agravante en esta circunstancia: mientras que la Constitución y el Código Nacional Electoral establecen fechas determinadas e inamovibles para que tengan lugar los comicios, el Gobierno pretende deshacer esta normativa a golpes de sorpresa.
El país sobrevive, así, entre dos regímenes: el régimen virtual de la Constitución, con sus debidas restricciones, y el régimen real del poder, que actúa sin tomar en cuenta aquellos frenos. Al ritmo de este sistema, la declinación institucional está a la vista. Este atributo sistémico de nuestra política (porque se repite y, por tanto, es esperable) ha servido de perillas a una pareja gobernante empeñada en defender a ultranza los restos de hegemonía que aún conserva.
Viento en contra. Son ráfagas que soplan fuerte en estos comienzos de año: el agotamiento de la política económica, el impacto de la crisis económica internacional en el comercio exterior, la inversión y el desempleo, varios comicios provinciales anticipados en Catamarca, la ciudad de Buenos Aires y Santa Fe que auguraban derrotas (de hecho, una ya ocurrió, hace diez días); el conflicto por las retenciones agrícolas, en particular la soja, y el telón de fondo, en fin, del clima de inseguridad que amplifica la televisión.
Inmerso en esta encerrona que detecta enemigos por doquier en los medios de comunicación, en el campo y en el justicialismo disidente de la provincia de Buenos Aires, el Gobierno pegó un salto hacia adelante con el propósito de disolver esa conjura de factores, según sus voceros, "destituyente". Tuvo a mano para ello ese depósito de experiencias de manipulación presto a ser utilizado mediante una maniobra audaz.
No nos engañemos: si, para un segmento de la dirigencia y de la opinión, padecemos los síntomas de una voluntad de poder al desnudo es porque hemos desnudado nuestra democracia de legitimidad institucional.
No obstante, esta erosión no ha llegado al punto de concentrar todo el proceso decisorio en el Poder Ejecutivo Nacional. El solo hecho de que estemos discutiendo un proyecto de ley de reforma del código electoral con mayoría calificada nos advierte que no se omite el papel del Congreso. El oficialismo tendrá, entonces, que trasponer dos fronteras electorales: el voto en el Congreso, impulsado a tambor batiente en esta semana y, de ser aprobado el proyecto, el sufragio de la ciudadanía en cada uno de los distritos electorales.
Aún así, por paradójico que resulte, el propio Gobierno está fabricando una opción de hierro que podría terminar acentuando su propia debilidad: o se lo respalda en el Congreso y después en los comicios o, de lo contrario, una vez perdida la apuesta, correremos el riesgo de caminar una vez más por el filo de la navaja de la ingobernabilidad. Estas apuestas que se juegan en una "batalla decisiva" -como las llamó Clausewitz y, tras él, mordiendo el polvo de la derrota, Robert E. Lee en la guerra civil norteamericana- provocan otra distorsión, al convertir estas elecciones intermedias, como bien se ha dicho, en un plebiscito ratificatorio de quien detenta el poder en palacio y busca ahora ser ungido por el voto popular.
Tal será, de aquí en más, el papel que habrá de asumir Néstor Kirchner en ese distrito decisivo, resorte principal de nuestros combates electorales, que es la provincia de Buenos Aires. En las ensoñaciones triunfales, el padrón bonaerense, al fin conquistado, de 10 millones de electores, haría las veces de una tabla de salvación. En la pesadilla de la derrota, podría quizá planear la figura en el ocaso de Charles de Gaulle, cuando abandonó la presidencia de Francia luego de la derrota en el referéndum de 1969.
He aquí la lógica plebiscitaria: un voto por el sí y otro por el no, lo cual, en buen romance "chavista", significa la adhesión o el rechazo a Néstor Kirchner. Esta dialéctica se ha impuesto en Venezuela. Entre nosotros, el panorama es más complejo debido a que las provincias hacen oír su voz con energía, hasta el punto de que la única área demográficamente significativa, en la cual el kirchnerismo está bien implantado, con probabilidades de salir primero, es el conurbano de la provincia de Buenos Aires.
La reducción territorial del poder podría ser percibida como otro signo de debilidad. Sin embargo, a poco que se profundice en el análisis, en esta megalópolis yace la reserva electoral más importante del país. Los elevados índices de indigencia y de población marginal dependiente de la protección del Estado conforman una masa disponible para que sobre ella actúen las diversas "cajas" fiscales de la Nación, provincia y municipios. En este sentido, la decisión del poder kirchnerista no pudo ser más oportuna para reforzar su alicaída posición. Hasta el mes de junio, la caja fiscal (recordemos que entre abril y mayo se paga el impuesto a las ganancias) y la disponibilidad de divisas pueden soportar el desaire de la crisis internacional; en octubre, en cambio, el cuadro de la escasez será mucho peor.
De aquí el desconcierto de quienes creyeron que el proceso electoral de este año podría circular por carriles normales. Error que compartimos: estos pronósticos son posibles cuando media una dosis razonable de legitimidad institucional; jamás cuando en su lugar media el puro arbitrio del príncipe. Por eso, por sufrir el flagelo de la imprevisibilidad, las oposiciones -en particular, el justicialismo disidente- deben rehacer sus cálculos con premura.
Habrá que adaptarse, pues, a este nuevo esquema y resolver, al menos, dos incógnitas. La primera consiste en saber si la fuerza económica del sector agropecuario podrá transformarse en potencial electoral. ¿Es, acaso, posible transferir la acción directa que un grupo de presión económico vuelca sobre el espacio público al terreno propio de la política representativa? No está todavía claro, pero de la respuesta a este interrogante depende gran parte del comportamiento electoral en provincias del peso de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires (excluida, se entiende, la aglomeración del Gran Buenos Aires, sobre la cual se volcará la parte del león del dinero electoral del oficialismo).
La otra incógnita radica en las estrategias que adoptarán las coaliciones de la oposición. Si bien estas coaliciones no están en condiciones de armar un polo unificado (las ensaladas electorales guiadas por el oportunismo suelen tener mal sabor), sí pueden organizar una vigorosa red de ofertas comunes dispuestas a contener esta arremetida. Desde todos los ángulos, habrá que cosechar votos sobre la base de un entendimiento en temas fundamentales. Las oposiciones deberían prefigurar así consensos futuros de gobernabilidad, a sabiendas de que este ciclo hegemónico con mayorías aplastantes podría estar tocando fondo. ( La Nación )

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